FRAGMENTOS DE TEXTOS PREMIADOS EN EDICIONES ANTERIORES DEL CONCURSO BAROS



Supo que amar no era cuestión de peso,
de lánguidas proclamas en las redes
ni de tener los ojos azul cielo;
que el corazón, ese juguete ciego
donde busca acomodo la ternura
no distingue de tallas
y si le hablan
de esas cifras oníricas
de pechos de 90,
de colibrís cinturas de 60
y 90 abstinencias de caderas
piensa que son latidos
y sonríe con una mueca histriónica.
Supo
Que para amar tan solo es necesario
que exista sobrepeso en la mirada,
que no nos sacien nunca tantos besos
y unas prendas muy anchas
que den cabida a todas las caricias.

1er premio ed. 2022: CUESTIÓN DE SOBREPESO, de Manuel Laespada Vizcaíno.



¿Tu mamá es aquella gorda?
Mi mamá es la que me adora,
la que me estruja en su pecho.
Mi mamá es la del olor a miel,
la más guapa, la de suave piel.
La que regaña y luego sonríe,
la que me abriga para que no me enfríe.
La que me ata los zapatos
y me peina con dos lazos.
La que perdona cuando fallo
porque con rabietas estallo.
La que me lleva de la mano,
la que hace liviano lo malo.
Mi mamá cree en mis sueños
y me llena la cara de besos.
La que sopla mis heridas
y consuela en la desdicha.
– Pero ¿es aquella gorda?
– Lo que yo pensaba, estás sorda.

1er premio ed. 2020: Diálogo de niñas, de Juana María López (Guadalajara, España).


“Llegó un momento en que mi rutina anterior era insostenible; casi me dolían más los comentarios en sordina de los alumnos correctos que las burlas francas de los más descarados, y por aulas y pasillos notaba las miradas de asombro mezcladas a veces con un punto de reprobación. Hasta en los compañeros, siempre considerados, me parecía apreciar un esfuerzo por contenerse, por no decirme algo. A las clases del primer piso llegaba casi sin resuello, necesitaba un par de minutos para poder pasar lista, y el simple movimiento del brazo para escribir en la pizarra me fatigaba.”

Fragmento 2º premio ed. 2020: Avatares, de Miguel Ángel Rey Hellín (Madrid, España).



“Yo peso 200 kilos
Pero cuando pongo mi amor por ti
En el balance
Él pesa más que yo”

3er premio ed. 2020: Avatares, de Louis Bertoni (Port-au-Prince, Haití).


“Era primavera, mi pecho respiraba ansiedades y los latidos de mis espejos me decían que se habían cansado de no querer dibujar en ellos mi entera figura. Yo quería, pero mi cuerpo se negaba. Era más grande que mi cansancio, más pesado que mis secretos y más lento que todos los milagros lastimados de música y versos con los que trataba de engañar a mi cruda realidad. El horizonte se empezaba a llenar de polen, de flores y nardos, de sonrisas y azucenas, de piel y escalofríos, pero yo, yo seguí encerrada en mis noventa metros cuadrados de soledad y vergüenza. Pero sabía que un día podría caminar por la misma calle que el chico de la boca de sol y los cabellos de luna y tempestad.”

Abrazando el deambular de las estaciones desde mi ventana, de Vanessa Cordero Duque (Montijo, Badajoz).


“Eran palabras de un amigo de Carlos, mi nieto. No supe si sentirme halagado o escupirle desde las alturas y después culpar a una nube inadvertida. No había en su tono de voz ningún desprecio, más bien admiración y algo de sorpresa, pero me incomodaba ser catalogado de enorme por un crío de doce años con aspecto de desayunar una docena de rosquillas cada día. No sé, quizá me había levantado sensible esa mañana, y la brisa que me arrastraba de un lado para otro tampoco ayudaba.”

Con los pies en la tierra, Santiago Eximeno Hernampérez (Madrid).


“Mi obsesión por mi aspecto físico, por mis kilos de más y por un espejo loco que repudiaba mis rasgos me había llevado a perderme a mí misma, a vivir proyectando una sombra de odio hacia mi propia imagen que me arrastraba a la mente de los demás imaginando que todo el mundo que estaba ahí fuera me odiaba tanto como yo. Supe que el alma manda, que las emociones duermen bajo una mirada verdadera, que no hay nada más bello que un corazón al descubierto, con sus ráfagas de viento y su cielo lleno de luceros.  Todos somos más que unos números en la báscula y una ropa a medida, somos el sujeto y el predicado de nuestro propio destino, y el espejo, el espejo ya no me asusta, siempre está ahí pero ya encontré las armas para callarlo, para huir de su ciego mirar, para sonreírle, aunque él me muestra su peor cara”

Abrazando el deambular de las estaciones desde mi ventana, de Vanessa Cordero Duque (Montijo, Badajoz).


“La manía de escuchar opereta en cada subida y bajada de bisturí era una excentricidad como la de llevar el pijama y gorro quirúrgicos llenos de ositos o de color rosa chillón como hacían otros compañeros, por ejemplo. Con tal de no salirse del camino cada uno sigue la ruta como quiere. La flauta mágica, también de Mozart, para las cirugías de colón, o La Traviata de Verdi, para la cirugía plástica eran intocables e intransferibles.

Todo tenía un porqué.” Página en blanco, de Beatriz Pérez González (Amoeiro, Ourense).


“La tentación de Adán fue una serpiente,

adopta el diablo formas muy curiosas:

ricos potajes, sopas muy gustosas,

las papas crepitando entre los dientes.”

Tentación, de Raúl Oscar Ifran (Punta Alta, Buenos Aires. Argentina).


“Si bien lleva más de quince años dedicándose a realizar reducciones de estómago a través de gastroplastias, derivaciones gástricas o colocando bandas gástricas, la franja de edad se estaba acortando en los últimos tiempos de forma espectacular encima de la mesa de operaciones. Algo estaba cambiando desde luego, que sus pacientes cada vez fuesen más jóvenes tenía que tener un motivo de consistencia.”

Página en blanco, de Beatriz Pérez González (Amoeiro, Ourense).


“Como, seguramente, el dichoso médico y mis padres seguirían encontrando nuevos inconvenientes, me decidí a dejar de comer por mí misma, pero era muy duro y, a la mínima, caía en la ansiedad y me comía en una noche lo que desprecié en una semana. Porque las noches eran tremendas, me entraba un hambre voraz, sobre todo desde que en el instituto todo me iba mal, pues en la segunda evaluación había suspendido unas cuantas y el chico que me gustaba ni me decía “hola”. No podía dejar de pensar que la culpa la tenían mis kilos, porque Merche no era en absoluto guapa, pero los chicos la seguían y la miraban con los ojos haciéndoles chiribitas.”

Hambre, de María Dolores Albero Gil (Noáin, Navarra). 


“Estaba gordo, gordo y hermoso, que decían los abuelos cuando lo veían corretear por los pretiles de la puerta de la iglesia con los mofletes arrebolados detrás del bocadillo de algún alma caritativa que le hiciera la gracia de calmar sus hambres. Siempre comiendo, ¿cómo no iba a estar gordo?, pensábamos. Mucho después, muchísimo, supimos que sus ansias de comida le venían del ayuno al que lo sometían sus padres. A doña Amada le iban con el cuento de que su hijo se pasaba el día comiéndose el almuerzo de unos y otros y por eso las más de las veces lo acostaba sin cenar. Y de desayuno, poco, a ver si de una vez bajaba barriga. Y el gordo Beni con más hambre que un galgo en vísperas de día de caza: lo que no le daban en casa lo buscaba fuera, sobras con las que se atragantaba para  poder hacer mayor acopio; un círculo vicioso del que se sentía prisionero y que lo dejaba a merced de nuestra crueldad de niños”

El gordo Beni, de Miguel Ángel Carcelén Gandía (Nambroca, Toledo).


“¿Y si una gorda mata y después se escapa? No, no cuela porque…: 1.- Los gordos no matan ni a una mosca… ¡son buenííííísimos! 2.- Si matan y echan a correr… no, no corren: los gordos no pueden correr; 3.- Por lo tanto, los gordos se portan bien… porque saben que si hacen mal los pillarán. Su tamaño los delata. ¡Qué putada!.“

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis (Barcelona, Barcelona).


 “Una vez fuimos a un casting para un pequeñísimo papel en una película que iba a filmar el tío de un conocido y a Merche la contrataron al primer parpadeo, mientras que a mí me excluyeron sin darme siquiera la oportunidad de hablar. Ese día volví a casa tan enrabietada que me comí de golpe todo lo que había en la nevera y, para postre, dos tabletas de chocolate. Pese a mis sentimientos de culpa, seguí así los días sucesivos, hasta que no pude atarme el pantalón y me tuve que vestir como una vieja, con una falda hasta los pies y un jersey enorme que en mi cuerpo parecía pequeño, porque marcaba bien los blandos michelines.”

Hambre, de María Dolores Albero Gil (Noáin, Navarra). 


“Olga acumulaba kilos y ganas de asesinar. Cuantos más kilos, más ganas de hacerlo. No sería fácil, pero algún día lo haría. Matar a todo aquel que la humilló, que le dijo cosas horribles, que le hizo sentir como la bestia más fea del planeta. O aquella que la miró de reojo como diciendo para qué existes… Y ni hablar de las niñatas de las tiendas que se reían según la veían nada más entrar…”.

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis (Barcelona).


“En una aldea cerca de Madrid, allá por mitades del siglo XVII, nació una niña muy gorda. Su madre era también muy gorda, pero tenía nueve hijos, y las señoras que tienen nueve hijos, a veces, son así. Su padre también era gordo, pero él disfrutaba comiendo mucha y jugosa carne de cordero y rebosantes fuentes de garbanzos, todo acompañado de enormes, descomunales hogazas de pan. Y los señores que comen así suelen excederse de peso.”

La monstrua, de María José Gutiérrez Lera (Huesca).


“Olga, 130 kilos, 10 más o quizá 5 menos…ya no se pesaba; no tenía sentido hacerlo. Sólo para llorar, o porque el sádico del endocrino querrá ver una vez más cuánto había adelgazado desde la última vez para decorar su maravilloso Excel de estadísticas. Claro que lo de adelgazar nunca se cumplía, por lo tanto, las visitas se sucedían y con ellas la cantidad de Kleenex echados al cubo.” Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis (Barcelona).


 “No es sólo la moda, hay un “chip” en la cabeza de la gente que hace que la gordura cause mofa y rechazo, y yo sé muy bien lo que digo, aunque haya quien me recuerde que Rubens pintaba gordas. Sí, y también Botero, pero… ¿y eso qué importa? Al fin, son artistas y reproducen la realidad, quizá para demostrarse a sí mismos lo buenos que son en lo suyo, que hasta crean arte con lo que nadie quiere mirar. Un desafío.”

Hambre, de María Dolores Albero Gil (Noáin, Navarra). 


“—Has aumentado —murmuró, y tras unos segundos de silencio acabó la sentencia—, otros ocho kilos desde la última visita. Unas palabras dichas con voz neutral. Sus últimas palabras. El doc se había sentado para rellenar el Excel con mis nuevas cifras. La cinta métrica se había quedado pegada en mi mano. Se la pasé por el cuello, justo al final de la palabra KILOS. Su cuello era más bien el de un pollito. No me pregunten por su cara, no la podía ver, pero me la imaginaba roja como un tomate. Así que ahora que estamos hablando me la imagino como un globito rojo. Solo su nuca, más bien su gran calva en forma de nuca se alejaba de mí. Hice un nudito con lazo y asiéndolo de la frente deposité su cabeza delante de la pantalla que parpadeaba: Olga, 128 kilos, Derivar a psicóloga.”

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis (Barcelona).


“Hoy, y sin que sirva de precedente, escribo altiva estas palabras que, aunque puedan parecer llenas de rencor y/o dolor, también lo son de agradecimiento hacia la persona que nunca me amó, se burló de mi cuerpo y de mi mente, pero que con su actitud, me enseñó a respetarme, a quererme y a valorarme, pero sobre todo a escapar a tiempo de su red de mentiras. Para mí, porque yo lo valgo y porque ha aprendido a volar sin que los kilos me pesen. Ahora soy fuerte. Aléjense los mezquinos.“

Monólogo de despedida, de Isabel Gamarra.


 “Cuando ya estaba devorando el tercer bocadillo de pan integral con queso de cabra (uno de mis favoritos y por supuesto sanísimo, ya que el pan tenía sésamo, era integral, y con aceite de oliva en lugar de mayonesa), recibo un sms.”

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis (Barcelona).


“Estoy absorta mirando ese anuncio que tengo en frente de mí, donde unos jóvenes guapos y felices, de mi edad más o menos, se divierten comiéndose una hamburguesa de un famoso restaurante de comida rápida y al contrario de mí, están delgados, hecho que les hace ser los mejores y sin darme apenas cuenta del poder que tiene la publicidad en nuestras mentes, me entran unas ganas irrefrenables de comer y abro una barrita de esas sin calorías, sin grasa.”

Monólogo de despedida, de Isabel Gamarra.


“En Simeó era un noi grassonet, força divertit, enginyós i molt intel·ligent; de gran cultura, simpàtic com no res i una excel·lent persona, però el seu índex de massa corporal, des de ben jove, era força més amunt del recomanat com a màxim. I eixos cànons que pretenen definir i establir la bellesa o la lletjor pel dictamen d’unes talles comercials de “pret-a-porter” i altres bestieses, no li feien cap favor envers ses pretensions amoroses.”

El triangle, de Guillermo Manzanares.


“Sólo de vez en cuando me asalta una duda. Temo que algún día despiertes, que algún día reacciones y te des cuenta de que sólo soy un espejo, aliado con la pantalla que tanto te emboba y que tiene imantado tu cerebro. Si descubres que hay otros lugares donde mirarse, otros objetivos que alcanzar, otra forma de ver la vida lejos de mi reino, quizás yo pierda rango y poder. Si eso sucediera el derrotado sería yo. Entonces ocuparía el lugar que me corresponde, obligado a renunciar a la dictadura a la que te someto. Solo sería un espejo, y nada más. Y tú serías libre, serías tú, serías quien dirige tu cuerpo y tu mente.”

Concavo y convexo, de Joan Ruscalleda.


“Pero a papá le fastidiaba que no pudiera cabalgar sobre nuestros caballos con la destreza que demostraba mi hermano Damdin. Yo lo había intentado mil veces, deseaba con vehemencia que mi progenitor se sintiera orgulloso de mí, pero el culo del menda siempre se acababa resbalando de la grupa de aquellos jamelgos, y viendo mi falta de pericia desistió de su intento por convertirme en diestro “caballero”. Mi bisabuelo y el yayo Naidanguiin habían sido grandes jinetes, mi padre también, y hasta mi hermano mayor no le iba a la zaga, pero estaba claro que yo no llevaba la sangre de nuestros ancestros: aquellos guerreros esteparios que hacían piruetas sobre sus cabalgaduras y dominaban la pradera como ninguna otra tribu nómada de la Tierra.”

El guerrero, de Marcos Dios.


“Tu nombre nunca estuvo a la altura de todo lo que me has hecho disfrutar; yo no soy quién para intentar cambiártelo. Quizás alguien con más talento poético encuentre palabras donde yo me pierdo en paladear tu silencio. Has sido un verdadero Cielo, pero la analítica es clara: triglicéridos y colesterol por las nubes, fuera bollería ¡Adiós, palmera de chocolate! Nunca más en la sangre, en el recuerdo siempre”.

Espacios compartidos, de Aurelio Gutiérrez.


“-Me voy a Nueva York -me dijo. Me resultó extraño hablar de un viaje tan increíble a solo diez días de la muerte de su padre. -Nos ha tocado en un paquete de Oscar Mayers. Es para tres personas. Iré con mis hermanas. Por su cuerpo podía haber consumido cientos de paquetes de salchichas en una sola noche, pero no sé si los suficientes como para que les hubiera tocado ese viaje. Era probable que su madre hubiese comprado aquellos billetes para él y sus hermanas aprovechando la promoción que se anunciaba en los plásticos de las salchichas, también era probable que las desgracias de un niño viniesen acompañadas de acontecimientos extraordinarios que le hiciesen olvidarse poco a poco de ellas. -Iré a ver a los KNICKS y cuando vuelva traeré su gorra y hablaré inglés. -Mucha suerte, tío.”

Generación Moman, de Fran Camacho.


“Júzgame por quién soy y no por mi peso.”

Las buenas formas, de Rosario Fernández.


“Este tipo de sujetos, de cuerpos torpes y orondos, con hábitos impropios de su edad, suelen ser objeto de deportación, por lo que resulta excepcional que se avisten en nuestras ciudades, incluso en zonas remotas o degradadas. Son los vecinos quienes suelen dar la voz de alerta, contrariados por actitudes que consideran poco edificantes. Lo normal es que se organicen en comités y pacten en el contenido de sus denuncias. El caso que nos ocupa no parecía, a priori, muy alarmante, pero tras varias pesquisas confirmamos que se trataba de un varón sospechoso. Era un tipo que llevaba en el barrio pocos meses, pero que, contra toda lógica, carecía de móvil, vehículo propio y conexión a Internet. Pesaba ciento veinte kilos”

Las cartas, de Miguel Paz.


“Marcial pasó el fin de semana en su casa delante de la báscula. El sábado desayunó una pera, comió dos manzanas y cenó un yogur natural sin azúcar. Pasó el día adormecido, postrado en el sofá frente a la caja tonta, bebió mucha agua y se acostó con un dolor de cabeza descomunal. Durmió fatal, envuelto en un nimbo de granizo encabronado, sacudido por los fantasmas orondos de la gula.”

Los números soñados, de Jorge Saiz.


“Esa noche aguardé a estar debajo de las mantas, con la luz apagada y en silencio. Otros días eran los instantes en los que los kilos aprovechaban a hurgar en mi conciencia y a entablar conmigo sus luchas dialécticas. Me adelanté a su ataque. -Hasta aquí hemos llegado, amigos. Desde mañana ya podéis ir buscando otro cuerpo donde morar porque yo no os quiero más conmigo. Así que largo de mi vista. Ya. Y como si esa orden con autoridad hubiera sido efectiva, como si esa rabieta en la que dije basta, ya no más, hubiera reordenado mi cabeza, tomé en serio las recomendaciones del doctor, a rajatabla, sin saltarme ni una. -La genética es determinante –había dicho- pero sí quieres, puedes.”

Mala sombra parlante, de Lourdes Aso.


“Pasado mañana, esta vez sí que empiezo en serio el régimen, de verdad, se va a acabar lo de no poder cerrarme el cinturón por falta de agujeros. Voy a dar la batalla a la báscula y la voy a vencer de una vez por todas.”

Pasado mañana empiezo, esta vez va en serio, de José Miguel Rubio.


“Los gordos no estamos gordos porque queremos. Hemos llegado a esta situación después de muchos fracasos. Por no haber conseguido tener el cariño de un padre o madre, sentir el desprecio de un compañero o un grupo de la escuela cuando éramos pequeños. En esos momentos nos quedamos solos. Nos refugiamos en nuestro pequeño mundo de confort y buscamos consuelo a esta situación ¿Cuál es uno de los instintos primarios que nos permite relajarnos y sentir placer? Comer. El acto de comer es una escapada momentánea que al principio nos satisface. Y comer se convierte en una adicción. Con el tiempo uno se da cuenta, que solo es feliz, con el momento de saborear un platillo en soledad, a escondidas de los del resto de miradas. ¿Quién se ha comido las bolsas de patatas fritas? Faltan las olivas. Se han terminado las galletas y las magdalenas, tampoco hay azúcar…“

Siete vidas tiene el gato, de Carmen Lanau.


“- Papa, ¿por qué en la iglesia no hay santos gordos?

– ¡No te digo..!, ¡si es que, si es que…!

Nico también tenía un padre amargado y una madre cuyo único deseo consistía en morir después que su hijo para poder cuidar de él hasta el final, y antes que el marido para gozar en el cielo de, al menos, un tiempo sin sus palizas ni su humor de ogro. Suponía la buena mujer que en el cielo le sería igual de difícil sisarle al esposo unas pesetejas con las que conseguir algo de sustancia que alegrase el guiso soso de todos los días. “La ventaja de vivir en el fondo –decía para sí cuando la desesperación a punto estaba de vencerla- es que ya nadie te puede hundir más.”

Pena para adelgazar, de Miguel Ángel Carcelén (Nambroca. Toledo).


“Miércoles 12 junio: Salgo con mi compañera, como igual que ella pero yo me quedo con hambre y ella no. Jueves 13 junio: Yo peso 150 kilos haciendo dieta y ella 50 sin hacerla. 

Viernes 14 junio: La gente se la come con los ojos y a mí me juzgan por comer”

Mi diario de injusticias, de Ana Sanchis (Benifaió. Valencia).


“Allí, con una emoción que apenas podía contener, pegó su nariz a los vidrios y la volvió a encontrar a unos cien metros de distancia. Lo primero que le llamó la atención fue la forma en que poco a poco la mujer iba siendo dejada atrás por el grupo de personas que presurosas caminaban hasta la entrada. Había algo en su caminar que para él le fue imposible dejar de percibir”.

Decepción, de Armando Francisco Aravena (Providencia. Santiago de Chile).


“Sólo de vez en cuando me asalta una duda. Temo que algún día despiertes, que algún día reacciones y te des cuenta de que sólo soy un espejo, aliado con la pantalla que tanto te emboba y que tiene imantado tu cerebro. Si descubres que hay otros lugares donde mirarse, otros objetivos que alcanzar, otra forma de ver la vida lejos de mi reino, quizás yo pierda rango y poder. Si eso sucediera el derrotado sería yo. Entonces ocuparía el lugar que me corresponde, obligado a renunciar a la dictadura a la que te someto. Solo sería un espejo, y nada más. Y tú serías libre, serías tú, serías quien dirige tu cuerpo y tu mente.”

Concavo y convexo, de Joan Ruscalleda.


“Pero a papá le fastidiaba que no pudiera cabalgar sobre nuestros caballos con la destreza que demostraba mi hermano Damdin. Yo lo había intentado mil veces, deseaba con vehemencia que mi progenitor se sintiera orgulloso de mí, pero el culo del menda siempre se acababa resbalando de la grupa de aquellos jamelgos, y viendo mi falta de pericia desistió de su intento por convertirme en diestro “caballero”. Mi bisabuelo y el yayo Naidanguiin habían sido grandes jinetes, mi padre también, y hasta mi hermano mayor no le iba a la zaga, pero estaba claro que yo no llevaba la sangre de nuestros ancestros: aquellos guerreros esteparios que hacían piruetas sobre sus cabalgaduras y dominaban la pradera como ninguna otra tribu nómada de la Tierra.”

El guerrero, de Marcos Dios.


“Tu nombre nunca estuvo a la altura de todo lo que me has hecho disfrutar; yo no soy quién para intentar cambiártelo. Quizás alguien con más talento poético encuentre palabras donde yo me pierdo en paladear tu silencio. Has sido un verdadero Cielo, pero la analítica es clara: triglicéridos y colesterol por las nubes, fuera bollería ¡Adiós, palmera de chocolate! Nunca más en la sangre, en el recuerdo siempre”

Espacios compartidos, de Aurelio Gutiérrez.


“-Me voy a Nueva York -me dijo. Me resultó extraño hablar de un viaje tan increíble a solo diez días de la muerte de su padre. -Nos ha tocado en un paquete de Oscar Mayers. Es para tres personas. Iré con mis hermanas. Por su cuerpo podía haber consumido cientos de paquetes de salchichas en una sola noche, pero no sé si los suficientes como para que les hubiera tocado ese viaje. Era probable que su madre hubiese comprado aquellos billetes para él y sus hermanas aprovechando la promoción que se anunciaba en los plásticos de las salchichas, también era probable que las desgracias de un niño viniesen acompañadas de acontecimientos extraordinarios que le hiciesen olvidarse poco a poco de ellas. -Iré a ver a los KNICKS y cuando vuelva traeré su gorra y hablaré inglés. -Mucha suerte, tío.”

Generación Moman, de Fran Camacho.


“Júzgame por quién soy y no por mi peso.”

Las buenas formas, de Rosario Fernández.


“Este tipo de sujetos, de cuerpos torpes y orondos, con hábitos impropios de su edad, suelen ser objeto de deportación, por lo que resulta excepcional que se avisten en nuestras ciudades, incluso en zonas remotas o degradadas. Son los vecinos quienes suelen dar la voz de alerta, contrariados por actitudes que consideran poco edificantes. Lo normal es que se organicen en comités y pacten en el contenido de sus denuncias. El caso que nos ocupa no parecía, a priori, muy alarmante, pero tras varias pesquisas confirmamos que se trataba de un varón sospechoso. Era un tipo que llevaba en el barrio pocos meses, pero que, contra toda lógica, carecía de móvil, vehículo propio y conexión a Internet. Pesaba ciento veinte kilos”.

Las cartas, de Miguel Paz.


“Marcial pasó el fin de semana en su casa delante de la báscula. El sábado desayunó una pera, comió dos manzanas y cenó un yogur natural sin azúcar. Pasó el día adormecido, postrado en el sofá frente a la caja tonta, bebió mucha agua y se acostó con un dolor de cabeza descomunal. Durmió fatal, envuelto en un nimbo de granizo encabronado, sacudido por los fantasmas orondos de la gula.”

Los números soñados, de Jorge Saiz.


“Esa noche aguardé a estar debajo de las mantas, con la luz apagada y en silencio. Otros días eran los instantes en los que los kilos aprovechaban a hurgar en mi conciencia y a entablar conmigo sus luchas dialécticas. Me adelanté a su ataque. -Hasta aquí hemos llegado, amigos. Desde mañana ya podéis ir buscando otro cuerpo donde morar porque yo no os quiero más conmigo. Así que largo de mi vista. Ya. Y como si esa orden con autoridad hubiera sido efectiva, como si esa rabieta en la que dije basta, ya no más, hubiera reordenado mi cabeza, tomé en serio las recomendaciones del doctor, a rajatabla, sin saltarme ni una. -La genética es determinante –había dicho- pero sí quieres, puedes.”

Mala sombra parlante, de Lourdes Aso.


“Pasado mañana, esta vez sí que empiezo en serio el régimen, de verdad, se va a acabar lo de no poder cerrarme el cinturón por falta de agujeros. Voy a dar la batalla a la báscula y la voy a vencer de una vez por todas.”

Pasado mañana empiezo, esta vez va en serio, de José Miguel Rubio.


“Los gordos no estamos gordos porque queremos. Hemos llegado a esta situación después de muchos fracasos. Por no haber conseguido tener el cariño de un padre o madre, sentir el desprecio de un compañero o un grupo de la escuela cuando éramos pequeños. En esos momentos nos quedamos solos. Nos refugiamos en nuestro pequeño mundo de confort y buscamos consuelo a esta situación ¿Cuál es uno de los instintos primarios que nos permite relajarnos y sentir placer? Comer. El acto de comer es una escapada momentánea que al principio nos satisface. Y comer se convierte en una adicción. Con el tiempo uno se da cuenta, que solo es feliz, con el momento de saborear un platillo en soledad, a escondidas de los del resto de miradas. ¿Quién se ha comido las bolsas de patatas fritas? Faltan las olivas. Se han terminado las galletas y las magdalenas, tampoco hay azúcar… “

Siete vidas tiene el gato, de Carmen Lanau.


“Era primavera, mi pecho respiraba ansiedades y los latidos de mis espejos me decían que se habían cansado de no querer dibujar en ellos mi entera figura. Yo quería, pero mi cuerpo se negaba. Era más grande que mi cansancio, más pesado que mis secretos y más lento que todos los milagros lastimados de música y versos con los que trataba de engañar a mi cruda realidad. El horizonte se empezaba a llenar de polen, de flores y nardos, de sonrisas y azucenas, de piel y escalofríos, pero yo, yo seguí encerrada en mis noventa metros cuadrados de soledad y vergüenza. Pero sabía que un día podría caminar por la misma calle que el chico de la boca de sol y los cabellos de luna y tempestad.”

Abrazando el deambular de las estaciones desde mi ventana, de Vanessa Cordero Duque (Montijo, Badajoz).


“Mi obsesión por mi aspecto físico, por mis kilos de más y por un espejo loco que repudiaba mis rasgos me había llevado a perderme a mí misma, a vivir proyectando una sombra de odio hacia mi propia imagen que me arrastraba a la mente de los demás imaginando que todo el mundo que estaba ahí fuera me odiaba tanto como yo. Supe que el alma manda, que las emociones duermen bajo una mirada verdadera, que no hay nada más bello que un corazón al descubierto, con sus ráfagas de viento y su cielo lleno de luceros.  Todos somos más que unos números en la báscula y una ropa a medida, somos el sujeto y el predicado de nuestro propio destino, y el espejo, el espejo ya no me asusta, siempre está ahí pero ya encontré las armas para callarlo, para huir de su ciego mirar, para sonreírle, aunque él me muestra su peor cara”.

Abrazando el deambular de las estaciones desde mi ventana, de Vanessa Cordero Duque (Montijo, Badajoz).


“Eran palabras de un amigo de Carlos, mi nieto. No supe si sentirme halagado o escupirle desde las alturas y después culpar a una nube inadvertida. No había en su tono de voz ningún desprecio, más bien admiración y algo de sorpresa, pero me incomodaba ser catalogado de enorme por un crío de doce años con aspecto de desayunar una docena de rosquillas cada día. No sé, quizá me había levantado sensible esa mañana, y la brisa que me arrastraba de un lado para otro tampoco ayudaba.”

Con los pies en la tierra, Santiago Eximeno Hernampérez (Madrid).


“La manía de escuchar opereta en cada subida y bajada de bisturí era una excentricidad como la de llevar el pijama y gorro quirúrgicos llenos de ositos o de color rosa chillón como hacían otros compañeros, por ejemplo. Con tal de no salirse del camino cada uno sigue la ruta como quiere. La flauta mágica, también de Mozart, para las cirugías de colón, o La Traviata de Verdi, para la cirugía plástica eran intocables e intransferibles. Todo tenía un porqué.”

Página en blanco, de Beatriz Pérez González (Amoeiro, Ourense)


“Si bien lleva más de quince años dedicándose a realizar reducciones de estómago a través de gastroplastias, derivaciones gástricas o colocando bandas gástricas, la franja de edad se estaba acortando en los últimos tiempos de forma espectacular encima de la mesa de operaciones. Algo estaba cambiando desde luego, que sus pacientes cada vez fuesen más jóvenes tenía que tener un motivo de consistencia.”

Página en blanco, de Beatriz Pérez González (Amoeiro, Ourense)


“La tentación de Adán fue una serpiente,

adopta el diablo formas muy curiosas:

ricos potajes, sopas muy gustosas,

las papas crepitando entre los dientes.”

Tentación, de Raúl Oscar Ifran (Punta Alta, Buenos Aires. Argentina).


“Como, seguramente, el dichoso médico y mis padres seguirían encontrando nuevos inconvenientes, me decidí a dejar de comer por mí misma, pero era muy duro y, a la mínima, caía en la ansiedad y me comía en una noche lo que desprecié en una semana. Porque las noches eran tremendas, me entraba un hambre voraz, sobre todo desde que en el instituto todo me iba mal, pues en la segunda evaluación había suspendido unas cuantas y el chico que me gustaba ni me decía “hola”. No podía dejar de pensar que la culpa la tenían mis kilos, porque Merche no era en absoluto guapa, pero los chicos la seguían y la miraban con los ojos haciéndoles chiribitas.”

Hambre, de María Dolores Albero Gil (Noáin, Navarra).


“Una vez fuimos a un casting para un pequeñísimo papel en una película que iba a filmar el tío de un conocido y a Merche la contrataron al primer parpadeo, mientras que a mí me excluyeron sin darme siquiera la oportunidad de hablar. Ese día volví a casa tan enrabietada que me comí de golpe todo lo que había en la nevera y, para postre, dos tabletas de chocolate. Pese a mis sentimientos de culpa, seguí así los días sucesivos, hasta que no pude atarme el pantalón y me tuve que vestir como una vieja, con una falda hasta los pies y un jersey enorme que en mi cuerpo parecía pequeño, porque marcaba bien los blandos michelines.”

Hambre, de María Dolores Albero Gil (Noáin, Navarra).


“No es sólo la moda, hay un “chip” en la cabeza de la gente que hace que la gordura cause mofa y rechazo, y yo sé muy bien lo que digo, aunque haya quien me recuerde que Rubens pintaba gordas. Sí, y también Botero, pero… ¿y eso qué importa? Al fin, son artistas y reproducen la realidad, quizá para demostrarse a sí mismos lo buenos que son en lo suyo, que hasta crean arte con lo que nadie quiere mirar. Un desafío.”

Hambre, de María Dolores Albero Gil (Noáin, Navarra).


“Estaba gordo, gordo y hermoso, que decían los abuelos cuando lo veían corretear por los pretiles de la puerta de la iglesia con los mofletes arrebolados detrás del bocadillo de algún alma caritativa que le hiciera la gracia de calmar sus hambres. Siempre comiendo, ¿cómo no iba a estar gordo?, pensábamos. Mucho después, muchísimo, supimos que sus ansias de comida le venían del ayuno al que lo sometían sus padres. A doña Amada le iban con el cuento de que su hijo se pasaba el día comiéndose el almuerzo de unos y otros y por eso las más de las veces lo acostaba sin cenar. Y de desayuno, poco, a ver si de una vez bajaba barriga. Y el gordo Beni con más hambre que un galgo en vísperas de día de caza: lo que no le daban en casa lo buscaba fuera, sobras con las que se atragantaba para  poder hacer mayor acopio; un círculo vicioso del que se sentía prisionero y que lo dejaba a merced de nuestra crueldad de niños”.

El gordo Beni, de Miguel Ángel Carcelén Gandía (Nambroca, Toledo)


“En una aldea cerca de Madrid, allá por mitades del siglo XVII, nació una niña muy gorda. Su madre era también muy gorda, pero tenía nueve hijos, y las señoras que tienen nueve hijos, a veces, son así. Su padre también era gordo, pero él disfrutaba comiendo mucha y jugosa carne de cordero y rebosantes fuentes de garbanzos, todo acompañado de enormes, descomunales hogazas de pan. Y los señores que comen así suelen excederse de peso.”

La monstrua, de María José Gutiérrez Lera (Huesca)


“¿Y si una gorda mata y después se escapa? No, no cuela porque…: 1.- Los gordos no matan ni a una mosca… ¡son buenííííísimos! 2.- Si matan y echan a correr… no, no corren: los gordos no pueden correr; 3.- Por lo tanto, los gordos se portan bien… porque saben que si hacen mal los pillarán. Su tamaño los delata. ¡Qué putada!.“

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis


“Olga acumulaba kilos y ganas de asesinar. Cuantos más kilos, más ganas de hacerlo. No sería fácil, pero algún día lo haría. Matar a todo aquel que la humilló, que le dijo cosas horribles, que le hizo sentir como la bestia más fea del planeta. O aquella que la miró de reojo como diciendo para qué existes… Y ni hablar de las niñatas de las tiendas que se reían según la veían nada más entrar…”.

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis


“Olga, 130 kilos, 10 más o quizá 5 menos…ya no se pesaba; no tenía sentido hacerlo. Sólo para llorar, o porque el sádico del endocrino querrá ver una vez más cuánto había adelgazado desde la última vez para decorar su maravilloso Excel de estadísticas. Claro que lo de adelgazar nunca se cumplía, por lo tanto, las visitas se sucedían y con ellas la cantidad de Kleenex echados al cubo.”

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis


“—Has aumentado —murmuró, y tras unos segundos de silencio acabó la sentencia—, otros ocho kilos desde la última visita. Unas palabras dichas con voz neutral. Sus últimas palabras. El doc se había sentado para rellenar el Excel con mis nuevas cifras. La cinta métrica se había quedado pegada en mi mano. Se la pasé por el cuello, justo al final de la palabra KILOS. Su cuello era más bien el de un pollito. No me pregunten por su cara, no la podía ver, pero me la imaginaba roja como un tomate. Así que ahora que estamos hablando me la imagino como un globito rojo. Solo su nuca, más bien su gran calva en forma de nuca se alejaba de mí. Hice un nudito con lazo y asiéndolo de la frente deposité su cabeza delante de la pantalla que parpadeaba: Olga, 128 kilos, Derivar a psicóloga.”

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis


“Cuando ya estaba devorando el tercer bocadillo de pan integral con queso de cabra (uno de mis favoritos y por supuesto sanísimo, ya que el pan tenía sésamo, era integral, y con aceite de oliva en lugar de mayonesa), recibo un sms.”

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis


“Hoy, y sin que sirva de precedente, escribo altiva estas palabras que, aunque puedan parecer llenas de rencor y/o dolor, también lo son de agradecimiento hacia la persona que nunca me amó, se burló de mi cuerpo y de mi mente, pero que con su actitud, me enseñó a respetarme, a quererme y a valorarme, pero sobre todo a escapar a tiempo de su red de mentiras. Para mí, porque yo lo valgo y porque ha aprendido a volar sin que los kilos me pesen. Ahora soy fuerte. Aléjense los mezquinos.“

Monólogo de despedida, de Isabel Gamarra.


“Estoy absorta mirando ese anuncio que tengo en frente de mí, donde unos jóvenes guapos y felices, de mi edad más o menos, se divierten comiéndose una hamburguesa de un famoso restaurante de comida rápida y al contrario de mí, están delgados, hecho que les hace ser los mejores y sin darme apenas cuenta del poder que tiene la publicidad en nuestras mentes, me entran unas ganas irrefrenables de comer y abro una barrita de esas sin calorías, sin grasa.”

Monólogo de despedida, de Isabel Gamarra.


“En Simeó era un noi grassonet, força divertit, enginyós i molt intel·ligent; de gran cultura, simpàtic com no res i una excel·lent persona, però el seu índex de massa corporal, des de ben jove, era força més amunt del recomanat com a màxim. I eixos cànons que pretenen definir i establir la bellesa o la lletjor pel dictamen d’unes talles comercials de “pret-a-porter” i altres bestieses, no li feien cap favor envers ses pretensions amoroses.”

El triangle, de Guillermo Manzanares.