FRAGMENTOS DE TEXTOS PREMIADOS EN EDICIONES ANTERIORES DEL CONCURSO BAROS


“Era primavera, mi pecho respiraba ansiedades y los latidos de mis espejos me decían que se habían cansado de no querer dibujar en ellos mi entera figura. Yo quería, pero mi cuerpo se negaba. Era más grande que mi cansancio, más pesado que mis secretos y más lento que todos los milagros lastimados de música y versos con los que trataba de engañar a mi cruda realidad. El horizonte se empezaba a llenar de polen, de flores y nardos, de sonrisas y azucenas, de piel y escalofríos, pero yo, yo seguí encerrada en mis noventa metros cuadrados de soledad y vergüenza. Pero sabía que un día podría caminar por la misma calle que el chico de la boca de sol y los cabellos de luna y tempestad.”

Abrazando el deambular de las estaciones desde mi ventana, de Vanessa Cordero Duque (Montijo, Badajoz).


“Mi obsesión por mi aspecto físico, por mis kilos de más y por un espejo loco que repudiaba mis rasgos me había llevado a perderme a mí misma, a vivir proyectando una sombra de odio hacia mi propia imagen que me arrastraba a la mente de los demás imaginando que todo el mundo que estaba ahí fuera me odiaba tanto como yo. Supe que el alma manda, que las emociones duermen bajo una mirada verdadera, que no hay nada más bello que un corazón al descubierto, con sus ráfagas de viento y su cielo lleno de luceros.  Todos somos más que unos números en la báscula y una ropa a medida, somos el sujeto y el predicado de nuestro propio destino, y el espejo, el espejo ya no me asusta, siempre está ahí pero ya encontré las armas para callarlo, para huir de su ciego mirar, para sonreírle, aunque él me muestra su peor cara”.

Abrazando el deambular de las estaciones desde mi ventana, de Vanessa Cordero Duque (Montijo, Badajoz).


“Eran palabras de un amigo de Carlos, mi nieto. No supe si sentirme halagado o escupirle desde las alturas y después culpar a una nube inadvertida. No había en su tono de voz ningún desprecio, más bien admiración y algo de sorpresa, pero me incomodaba ser catalogado de enorme por un crío de doce años con aspecto de desayunar una docena de rosquillas cada día. No sé, quizá me había levantado sensible esa mañana, y la brisa que me arrastraba de un lado para otro tampoco ayudaba.”

Con los pies en la tierra, Santiago Eximeno Hernampérez (Madrid).


“La manía de escuchar opereta en cada subida y bajada de bisturí era una excentricidad como la de llevar el pijama y gorro quirúrgicos llenos de ositos o de color rosa chillón como hacían otros compañeros, por ejemplo. Con tal de no salirse del camino cada uno sigue la ruta como quiere. La flauta mágica, también de Mozart, para las cirugías de colón, o La Traviata de Verdi, para la cirugía plástica eran intocables e intransferibles. Todo tenía un porqué.”

Página en blanco, de Beatriz Pérez González (Amoeiro, Ourense)


“Si bien lleva más de quince años dedicándose a realizar reducciones de estómago a través de gastroplastias, derivaciones gástricas o colocando bandas gástricas, la franja de edad se estaba acortando en los últimos tiempos de forma espectacular encima de la mesa de operaciones. Algo estaba cambiando desde luego, que sus pacientes cada vez fuesen más jóvenes tenía que tener un motivo de consistencia.”

Página en blanco, de Beatriz Pérez González (Amoeiro, Ourense)


“La tentación de Adán fue una serpiente,

adopta el diablo formas muy curiosas:

ricos potajes, sopas muy gustosas,

las papas crepitando entre los dientes.”

Tentación, de Raúl Oscar Ifran (Punta Alta, Buenos Aires. Argentina).


“Como, seguramente, el dichoso médico y mis padres seguirían encontrando nuevos inconvenientes, me decidí a dejar de comer por mí misma, pero era muy duro y, a la mínima, caía en la ansiedad y me comía en una noche lo que desprecié en una semana. Porque las noches eran tremendas, me entraba un hambre voraz, sobre todo desde que en el instituto todo me iba mal, pues en la segunda evaluación había suspendido unas cuantas y el chico que me gustaba ni me decía “hola”. No podía dejar de pensar que la culpa la tenían mis kilos, porque Merche no era en absoluto guapa, pero los chicos la seguían y la miraban con los ojos haciéndoles chiribitas.”

Hambre, de María Dolores Albero Gil (Noáin, Navarra).


“Una vez fuimos a un casting para un pequeñísimo papel en una película que iba a filmar el tío de un conocido y a Merche la contrataron al primer parpadeo, mientras que a mí me excluyeron sin darme siquiera la oportunidad de hablar. Ese día volví a casa tan enrabietada que me comí de golpe todo lo que había en la nevera y, para postre, dos tabletas de chocolate. Pese a mis sentimientos de culpa, seguí así los días sucesivos, hasta que no pude atarme el pantalón y me tuve que vestir como una vieja, con una falda hasta los pies y un jersey enorme que en mi cuerpo parecía pequeño, porque marcaba bien los blandos michelines.”

Hambre, de María Dolores Albero Gil (Noáin, Navarra).


“No es sólo la moda, hay un “chip” en la cabeza de la gente que hace que la gordura cause mofa y rechazo, y yo sé muy bien lo que digo, aunque haya quien me recuerde que Rubens pintaba gordas. Sí, y también Botero, pero… ¿y eso qué importa? Al fin, son artistas y reproducen la realidad, quizá para demostrarse a sí mismos lo buenos que son en lo suyo, que hasta crean arte con lo que nadie quiere mirar. Un desafío.”

Hambre, de María Dolores Albero Gil (Noáin, Navarra).


“Estaba gordo, gordo y hermoso, que decían los abuelos cuando lo veían corretear por los pretiles de la puerta de la iglesia con los mofletes arrebolados detrás del bocadillo de algún alma caritativa que le hiciera la gracia de calmar sus hambres. Siempre comiendo, ¿cómo no iba a estar gordo?, pensábamos. Mucho después, muchísimo, supimos que sus ansias de comida le venían del ayuno al que lo sometían sus padres. A doña Amada le iban con el cuento de que su hijo se pasaba el día comiéndose el almuerzo de unos y otros y por eso las más de las veces lo acostaba sin cenar. Y de desayuno, poco, a ver si de una vez bajaba barriga. Y el gordo Beni con más hambre que un galgo en vísperas de día de caza: lo que no le daban en casa lo buscaba fuera, sobras con las que se atragantaba para  poder hacer mayor acopio; un círculo vicioso del que se sentía prisionero y que lo dejaba a merced de nuestra crueldad de niños”.

El gordo Beni, de Miguel Ángel Carcelén Gandía (Nambroca, Toledo)


“En una aldea cerca de Madrid, allá por mitades del siglo XVII, nació una niña muy gorda. Su madre era también muy gorda, pero tenía nueve hijos, y las señoras que tienen nueve hijos, a veces, son así. Su padre también era gordo, pero él disfrutaba comiendo mucha y jugosa carne de cordero y rebosantes fuentes de garbanzos, todo acompañado de enormes, descomunales hogazas de pan. Y los señores que comen así suelen excederse de peso.”

La monstrua, de María José Gutiérrez Lera (Huesca)


“¿Y si una gorda mata y después se escapa? No, no cuela porque…: 1.- Los gordos no matan ni a una mosca… ¡son buenííííísimos! 2.- Si matan y echan a correr… no, no corren: los gordos no pueden correr; 3.- Por lo tanto, los gordos se portan bien… porque saben que si hacen mal los pillarán. Su tamaño los delata. ¡Qué putada!.“

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis


“Olga acumulaba kilos y ganas de asesinar. Cuantos más kilos, más ganas de hacerlo. No sería fácil, pero algún día lo haría. Matar a todo aquel que la humilló, que le dijo cosas horribles, que le hizo sentir como la bestia más fea del planeta. O aquella que la miró de reojo como diciendo para qué existes… Y ni hablar de las niñatas de las tiendas que se reían según la veían nada más entrar…”.

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis


“Olga, 130 kilos, 10 más o quizá 5 menos…ya no se pesaba; no tenía sentido hacerlo. Sólo para llorar, o porque el sádico del endocrino querrá ver una vez más cuánto había adelgazado desde la última vez para decorar su maravilloso Excel de estadísticas. Claro que lo de adelgazar nunca se cumplía, por lo tanto, las visitas se sucedían y con ellas la cantidad de Kleenex echados al cubo.”

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis


“—Has aumentado —murmuró, y tras unos segundos de silencio acabó la sentencia—, otros ocho kilos desde la última visita. Unas palabras dichas con voz neutral. Sus últimas palabras. El doc se había sentado para rellenar el Excel con mis nuevas cifras. La cinta métrica se había quedado pegada en mi mano. Se la pasé por el cuello, justo al final de la palabra KILOS. Su cuello era más bien el de un pollito. No me pregunten por su cara, no la podía ver, pero me la imaginaba roja como un tomate. Así que ahora que estamos hablando me la imagino como un globito rojo. Solo su nuca, más bien su gran calva en forma de nuca se alejaba de mí. Hice un nudito con lazo y asiéndolo de la frente deposité su cabeza delante de la pantalla que parpadeaba: Olga, 128 kilos, Derivar a psicóloga.”

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis


“Cuando ya estaba devorando el tercer bocadillo de pan integral con queso de cabra (uno de mis favoritos y por supuesto sanísimo, ya que el pan tenía sésamo, era integral, y con aceite de oliva en lugar de mayonesa), recibo un sms.”

Olga, gorda y criminal, de Sandra V. Cywis


“Hoy, y sin que sirva de precedente, escribo altiva estas palabras que, aunque puedan parecer llenas de rencor y/o dolor, también lo son de agradecimiento hacia la persona que nunca me amó, se burló de mi cuerpo y de mi mente, pero que con su actitud, me enseñó a respetarme, a quererme y a valorarme, pero sobre todo a escapar a tiempo de su red de mentiras. Para mí, porque yo lo valgo y porque ha aprendido a volar sin que los kilos me pesen. Ahora soy fuerte. Aléjense los mezquinos.“

Monólogo de despedida, de Isabel Gamarra.


“Estoy absorta mirando ese anuncio que tengo en frente de mí, donde unos jóvenes guapos y felices, de mi edad más o menos, se divierten comiéndose una hamburguesa de un famoso restaurante de comida rápida y al contrario de mí, están delgados, hecho que les hace ser los mejores y sin darme apenas cuenta del poder que tiene la publicidad en nuestras mentes, me entran unas ganas irrefrenables de comer y abro una barrita de esas sin calorías, sin grasa.”

Monólogo de despedida, de Isabel Gamarra.


“En Simeó era un noi grassonet, força divertit, enginyós i molt intel·ligent; de gran cultura, simpàtic com no res i una excel·lent persona, però el seu índex de massa corporal, des de ben jove, era força més amunt del recomanat com a màxim. I eixos cànons que pretenen definir i establir la bellesa o la lletjor pel dictamen d’unes talles comercials de “pret-a-porter” i altres bestieses, no li feien cap favor envers ses pretensions amoroses.”

El triangle, de Guillermo Manzanares.